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CHISMES

Acostumbrábamos a salir a pasear todos los domingos. Todos los domingos que podíamos. Si llovía, esperábamos, pacientemente, a que escampara para caminar por el pueblo, disfrutando del intenso olor a tierra mojada y el resolillo brillando en los charcos. Si hacía bueno y el sol brillaba llegábamos hasta las afueras, despistados, ensimismados en nosotros mismos dentro del marco de aquel bello paisaje.

Era un pueblo pequeño y casi todos nos conocíamos, saludándonos al pasar. No éramos los únicos que disfrutábamos de las tardes dominicales con esa cadencia que marcaba cada paso.

Fue en primavera cuando le vimos por primera vez.
No nos extrañamos, pues siempre llegaba gente nueva a las proximidades, y pasear era de las pocas actividades que ofrecía la región.
Caminaba rápido, acompañado de una mujer rubia, esbelta, a la que se veía muy segura de sí misma.
Él siempre llevaba gafas de sol y, aunque nunca se las quitó, le imaginaba, y así lo sigo recordando, de ojos negros y mirada huidiza, con ese halo que tienen quienes no son capaces de ver más allá de sí mismos, o su propio reflejo.
Su perilla, perfectamente recortada, contrastaba con la ropa deportiva que vestía, conjuntando blanco y negro en pantalón corto y camiseta. Era una indumentaria que resultaba graciosa en un hombre de poca estatura como él.

Casi no saludó. Y ella, parlanchina, no cesó en su verborrea.
Y tal como les vimos venir, sus siluetas, alta la de ella, minúscula la de él, se alejaron con paso decidido.

Poco nos importó ser ignorados por su saludo, ya que, de todas formas, no les conocíamos. Pero pronto dejo de ser así, y comenzó a ser incómodo pasar a su lado, casi rozándonos, mientras ellos hacían como que no nos veían, o como si fueran demasiado importantes como para relacionarse con nosotros.

Ella quizá no tenía tanta culpa. Comenzó a introducir en nuestros encuentros un minúsculo y apresurado “hola” que se perdía entre sus atropelladas palabras, a lo que respondíamos con una sonrisa que se perdía por el camino, de la que ella ni se percataba.

Él, sin embargo, no hacía nada.
Mi compañero de paseos afirmaba que alguna vez levantó ligeramente la barbilla, como forma de saludo. Pero yo  no fui capaz de vislumbrar el menor atisbo, por su parte, de consideración por el mundo exterior.

Comenzamos a imaginar las extraordinarias vidas que tenían. Nos gustaba pensar la increíble aventura que les había unido y la razón, cuanto menos intrigante, que les había llevado hasta nuestro pequeño pueblo. Prófugos de la justicia, o protegidos por el gobierno, tratando de pasar desapercibidos en un pequeño pueblo escondido en un pinar, siempre tras sus gafas oscuras.
“Puede que sea un famoso colaborados de un programa de cotilleos en la capital que, harto de chismes, se traslada hasta el pueblo los fines de semana en busca de tranquilidad”-  se comentaba en los corrillos de gente curiosa en la plaza mayor cada vez que se les veía pasar.

A mis oídos llegaron todo tipo de historias, cada cual más asombrosa, sobre sus identidades. Pero un día, de boca de un familiar, que constituía una fuente 100%  fiable, recibí la más verosímil de las explicaciones, que desmontó todas las teorías y conspiraciones que había formado en mis invenciones y las de todos los vecinos. No era más que un profesor de un pueblo cercano, un amante del deporte y la naturaleza.
Qué desilusión. No había espía, prófugo o famoso entre nosotros.
Poco a poco fui recabando información, y con todos los datos me cercioré de que no era nadie más extraordinario que nosotros mismos, una persona normal, con una vida normal que proyectaba una imagen distinta, que, con nuestra curiosidad, nos había llevado a películas de acción y libros de intrigas.

Nada me gustó el desenlace, y no quise estropear el divertimento de los vecinos que cada día inventaban una vida nueva para el tranquilo profesor.
Así, mantuve su excitación aportando nuevos datos curiosos; dejé caer que se trataba de un caballero extranjero, expulsado de su propio país. Alimenté su curiosidad con misterios sobre sus hábitos o las extrañas vestimentas que lucían.

Poco había que hacer las tardes de domingo. Sólo pasear. Acostumbrábamos a salir para airear cuerpo y espíritu.
Nos cerciorábamos con cada caminata de que nada es lo que parece. A veces lo que se proyecta no es más que una invención y la realidad es bien distinta. Así aprendimos también que nuestra imaginación es la mejor herramienta contra el aburrimiento. Y seguimos paseando cada domingo, buscando elementos que nos permitieran construir una nueva historia llena de interrogantes.

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